La palabra "santo" fácilmente nos recuerda a señores vestidos con largas túnicas, propias de otras épocas, que llevaron una vida bastante distinta de la de sus contemporáneos (a veces con muchas rarezas) y que, en muchos casos, eran obispos, frailes o monjas.
Esta lamentable idea se saca sin dificultad de cierta imaginería religiosa, no poco frecuente, y de las "vidas de santos" catalogados en el santoral oficial. Nos cuesta imaginarnos un santo con pantalón vaquero y una vida tan normal como la nuestra. Ser santo lo hemos identificado con ser raro, aburrido o absurdamente sacrificado. Naturalmente esta figura de santo tiene poco atractivo. En otras ocasiones identificamos al santo con el ser perfecto y concluimos que deben ser cosas de otras épocas, porque hoy en día hay gente buena y hasta muy buena pero perfecto es algo que no podemos decir de nadie que hayamos conocido.
S. Pedro, citando el A.T., nos dice: "sed santos en toda vuestra conducta como el que os llamó es santo". S. Pablo insiste en que la voluntad de Dios es nuestra santificación. El mismo Conc. Vat. II, en varias ocasiones, recuerda que "los fieles de cualquier condición y estado son llamados por Dios, cada uno por su camino, a la perfección de la santidad por la cual el mismo Padre es perfecto". Con este llamamiento a la santidad no se nos invita a ninguna forma absurda de vida o a caminar hacia una meta imposible. Aspirar a la santidad es aspirar a la felicidad total que todo hombre bajo distintas formulaciones busca. "Mi corazón está inquieto hasta que descanse en Ti", decía S.Agustín. El Dios de la paz, de la felicidad nos llama a la plenitud, a la felicidad. Los hombres somos seres incompletos, inacabados.
Somos, según frase del filósofo, "lo que somos y lo que nos falta". Nuestro destino es Dios, la felicidad, lo que nos falta.
Retratar a este Dios como el del aburrimiento o el de los absurdos es sustituirlo por un ídolo. No se trata de rezos extraordinarios, ni de reprimir la alegría, ni de sufrir mucho ("¡Cuánto sufrió la pobre. Era una santa!"), ni siquiera en ser moralmente perfectos. La parábola de los talentos nos indica que responder a la gracia de Dios en la proporción en que se nos dio, es el listón que cada uno debe saltar. (...) Cada uno de nosotros es consciente de lo que Dios puso en sus manos y de lo que en cada momento debe ser el fruto de ese don.
Hombres y mujeres así no sólo existieron en el pasado remoto o cercano, sino también hoy andan por nuestras calles, trabajan en nuestras fábricas o sufren en nuestros hospitales.
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