Ser cristiano es una vocación (una llamada) al amor y la verdad. Si toda persona tiene esta llamada, el cristiano debe comprometerse con Dios para servir a las necesidades materiales y espirituales de todas las personas del mundo, comenzando por los que tiene más cercanos (su familia, sus amigos).
La encíclica Caritas in veritate, donde el término “vocación” (llamada) aparece en 25 ocasiones, afirma:
“Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano”. Esa vocación universal al amor y a la verdad es manifestada por Jesucristo, que la libera de las limitaciones humanas y la hace plenamente posible.
En la medida de su respuesta a esa llamada –explica la encíclica–, “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”.
Puesto que toda llamada espera una respuesta, ¿cuáles serían las condiciones para responder a esta “vocación al desarrollo humano”? La encíclica Caritas in veritate señala tres condiciones principales: la libertad, la verdad y la caridad.
a) La libertad va siempre unida a la responsabilidad, palabra que viene de responder. Y deben responder a esa llamada –de Dios, del propio ser humano y de las personas necesitadas– cada cristiano y también las estructuras e instituciones sociales y eclesiales.
b) Responder al desarrollo humano con la verdad significa “promover a todos los hombres y a todo el hombre”. Con otras palabras: preocuparse por todos, con espíritu de solidaridad y corazón universal, y atender a todas las necesidades reales de los demás, las del cuerpo y las del espíritu. A este propósito el Evangelio es fundamental, porque enseña a conocer y respetar el valor incondicional de la persona humana. Cristo revela el hombre al propio hombre –señala el Concilio Vaticano II– y, así, le muestra que su valor es grande para Dios. Le muestra “el gran sí de Dios” a todos sus anhelos.
De aquí deduce el Papa que sólo abriéndose a Dios el hombre puede ser feliz y realizarse plenamente: “Precisamente porque Dios pronuncia el ‘sí’ más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar –ante todo– el propio desarrollo” y contribuir al desarrollo de los demás.
c) Finalmente, “la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad”. Las causas del subdesarrollo –se lee en la encíclica– no son principalmente materiales, sino que radican, primero, “en la voluntad que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad”. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente a la voluntad (por eso se requiere configurar un “humanismo nuevo”). Y, sobre todo, la causa está en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.
Ahora bien –se pregunta Benedicto XVI–, ¿podrán los hombres lograr esta fraternidad por sí mismos, especialmente en nuestra era de la globalización? Y resopnde que no, porque la fraternidad nace de Dios Padre, que nos amó primero y nos enseñó mediante su Hijo lo que es la caridad fraterna. De ahí también –añade– que la vocación para el desarrollo requiere hoy la urgencia de la caridad de Cristo.
Sólo esa urgencia de la caridad de Cristo permite responder a los aspectos concretos y costosos de esa llamada. Así es la intervención en la vida pública, cultural y política, cada cual según su condición. “Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis”. Otro aspecto es el cuidado y la responsabilidad por la naturaleza; y, antes, el cuidado respetuoso de cada persona en la familia, en la empresa, en la universidad, sabiéndose servidores y no dueños. Responder a esta vocación requiere del trabajo y la técnica que de él procede. En todo caso, Benedicto XVI proclama la necesidad de formar “hombres rectos… que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.
Conviene subrayar que esta vocación no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que viene de Dios. Por eso, antes que nada, y continuamente, es preciso acoger a Dios en nuestra vida, dejarle entrar libremente y seguirle con toda fidelidad y entusiasmo. Ha llegado la hora –especialmente para los jóvenes y más aún para los universitarios– del compromiso con Dios y los demás. Pues “sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero”.
Ramiro Pellitero, profesor de Teología pastoral, Universidad de Navarra
(publicado en Cope.es, 26-VII-2010)
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