P. Raniero Cantalamessa
1. De la pureza ritual a la pureza de corazón
Continuando con nuestra reflexión sobre las bienaventuranzas evangélicas iniciada en Adviento, en esta primera meditación de Cuaresma queremos reflexionar sobre la bienaventuranza de los limpios de corazón. Cualquiera que lee u oye proclamar hoy: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios», piensa instintivamente en la virtud de la pureza, casi la bienaventuranza es el equivalente positivo e interiorizado del sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros». Esta interpretación, planteada esporádicamente en el curso de la historia de la espiritualidad cristiana, se hizo predominante a partir del siglo XIX.
En realidad, la pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar todas las virtudes, a fin de que ellas sean de verdad virtudes y no en cambio «espléndidos vicios». Su contrario más directo no es la impureza, sino la hipocresía. Un poco de exégesis y de historia nos ayudarán a comprenderlo mejor.
Qué entiende Jesús por «pureza de corazón» se deduce claramente del contexto del sermón de la montaña. Según el Evangelio lo que decide la pureza o impureza de una acción –sea ésta la limosna, el ayuno o la oración- es la intención: esto es, si se realiza para ser vistos por los hombres o por agradar a Dios:
«Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2-6).
La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de toda la Biblia y el motivo es claro. Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone en el segundo lugar, situando en el primero a las criaturas, al público. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (1 S 16, 7): cultivar la apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a Dios.
La hipocresía es por lo tanto, esencialmente, falta de fe; pero es también falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido de que tiende a reducir a las personas a admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que las ve sólo en función de la propia imagen.
El juicio de Cristo sobre la hipocresía no tiene vuelta de hoja: Receperunt mercedem suam: ¡ya han recibido su recompensa! Una recompensa, además, ilusoria hasta en el plano humano, porque la gloria, se sabe, huye de quien la sigue y sigue a quien la rehuye.
Ayudan a entender el sentido de la bienaventuranza de los limpios de corazón también las invectivas que Jesús pronuncia respecto a escribas y fariseos, todas centradas en la oposición entre «lo de dentro» y «lo de fuera», el interior y el exterior del hombre:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt 23, 27-28).
La revolución llevada a cabo en este campo por Jesús es de un alcance incalculable. Antes de Él, excepto alguna rara alusión en los profetas y en los salmos (Salmo 24, 3: «¿Quién subirá al monte del Señor? Quien tiene manos inocentes y corazón puro»), la pureza se entendía en sentido ritual y cultual; consistía en mantenerse alejado de cosas, animales, personas o lugares considerados capaces de contagiar negativamente y de separar de la santidad de Dios. Sobre todo aquello que está ligado al nacimiento, a la muerte, a la alimentación y a la sexualidad entra en este ámbito. En formas o con presupuestos distintos, lo mismo ocurría en otras religiones, fuera de la Biblia.
Jesús elimina todos estos tabúes. Ante todo, con los gestos que realiza: come con los pecadores, toca a los leprosos, frecuenta a los paganos: todas cosas consideradas altamente contaminantes; después, con las enseñanzas que imparte. La solemnidad con la que introduce su discurso sobre lo puro y lo impuro permite entender lo consciente que era Él mismo de la novedad de su enseñanza:
«Llamó otra vez a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”» (Mc 7, 14-15. 21-23).
«Así declaraba puros todos los alimentos», observa casi con estupor el evangelista (Mc 7, 19). Contra el intento de algunos judeo-cristianos de restablecer la distinción entre puro e impuro en los alimentos y en otros sectores de la vida, la Iglesia apostólica recalcará con fuerza: «Todo es puro para quien es puro», omnia munda mundis (Tt 1, 15; Rm 14, 20).
La pureza, entendida en el sentido de continencia y castidad, no está ausente de la bienaventuranza evangélica (entre las cosas que contaminan el corazón Jesús sitúa también, hemos oído, «fornicaciones, adulterios, libertinaje»); pero ocupa un puesto limitado y por así decirlo «secundario». Es un ámbito junto a otros en el que se pone de relevancia el lugar decisivo que ocupa el «corazón», como cuando dice que «quien mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).
En realidad, los términos «puro» y «pureza» (katharos, katharotes) nunca se utilizan en el Nuevo Testamento para indicar lo que con ellos entendemos nosotros hoy, esto es, la ausencia de pecados de la carne. Para esto se usan otros términos: dominio de sí (enkrateia), templanza (sophrosyne), castidad (hagneia).
Por cuanto se ha dicho, parece claro que el puro de corazón por excelencia es Jesús mismo. De Él sus propios adversarios se ven obligados a decir: «Sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios» (Mc 12, 14). Jesús podía decir de sí: «Yo no busco mi gloria» (Jn 8, 50).
2. Una mirada a la historia
En la exégesis de los Padres vemos delinearse pronto las tres direcciones fundamentales en las que la bienaventuranza de los puros de corazón será recibida e interpretada en la historia de la espiritualidad cristiana: la moral, la mística y la ascética. La interpretación moral pone el acento en la rectitud de intención, la interpretación mística en la visión de Dios, la ascética en la lucha contra las pasiones de la carne. Las vemos ejemplificadas, respectivamente, en Agustín, Gregorio de Nisa y Juan Crisóstomo.
Ateniéndose fielmente al contexto evangélico, Agustín interpreta la bienaventuranza en clave moral, como rechazo a «practicar la justicia ante los hombres para ser por ellos admirados» (Mt 6, 1), por lo tanto como sencillez y franqueza que se opone a la hipocresía. «Tiene el corazón sencillo, puro -escribe- sólo quien supera las alabanzas humanas y al vivir está atento y busca ser agradable solo a aquél que es el único que escruta la conciencia» [1].
El factor que decide la pureza o no del corazón es aquí la intención. «Todas nuestras acciones son honestas y agradables en la presencia de Dios si se realizan con el corazón sincero, o sea, con la intención hacia lo alto en la finalidad del amor... Por lo tanto no se debe considerar tanto la acción que se realiza, cuanto la intención con que se realiza» [2]. Este modelo interpretativo que hace palanca sobre la intención permanecerá activo en toda la tradición espiritual posterior, especialmente ignaciana [3].
La interpretación mística, que tiene en Gregorio de Nisa su iniciador, explica la bienaventuranza en función de la contemplación. Hay que purificar el propio corazón de todo vínculo con el mundo y con el mal; de este modo, el corazón del hombre volverá a ser aquella pura y límpida imagen de Dios que era al principio y en la propia alma, como en un espejo, la criatura podrá «ver a Dios». «Si, con un tenor de vida diligente y atenta, lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la divina belleza... Contemplándote a ti mismo, verás en ti a aquél que es el deseo de tu corazón y serás santo» [4].
Aquí el peso está todo en la apódosis, en el fruto prometido a la bienaventuranza; tener el corazón limpio es el medio; el fin es «ver a Dios». Se nota, a nivel de lenguaje, una influencia de la especulación de Plotino, que se hace aún más descubierta en San Basilio [5].
También esta línea interpretativa tendrá continuidad en toda la historia sucesiva de la espiritualidad cristiana que pasa por San Bernardo, San Buenaventura y los místicos renanos [6]. En algunos ambientes monásticos se añade, en cambio, una idea nueva e interesante: la de la pureza como unificación interior que se obtiene deseando una cosa sola, cuando esta «cosa» es Dios. Escribe San Bernardo: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios. Como si dijera: purifica el corazón, sepárate de todo, sé monje, sólo, busca una cosa sola del Señor y persíguela (Sal 27, 4), libérate de todo y verás a Dios (Sal 46, 11)» [7].
Bastante aislada está en cambio, en los Padres y en los autores medievales, la interpretación ascética en función de la castidad que se convertirá en predominante, decía, desde el siglo XIX en adelante. Crisóstomo da el ejemplo más claro [8]. Situándose en esta misma línea, el místico Ruusbroec distingue una castidad del espíritu, una castidad del corazón y una castidad del cuerpo. Refiere la bienaventuranza evangélica a la castidad del corazón. Ella -escribe- «mantiene reunidos y refuerza los sentidos externos, mientras, en el interior, frena y doma los instintos brutales... cierra el corazón a las cosas terrenas y a las ilusiones falaces, mientras que lo abre a las cosas celestiales y a la verdad» [9].
Con grados diversos de fidelidad, todas estas interpretaciones ortodoxas permanecen dentro del horizonte nuevo de la revolución obrada por Jesús que reconduce todo discurso moral al corazón. Paradójicamente, los que traicionaron la bienaventuranza evangélica de los puros (katharoi) de corazón son precisamente los que tomaron el nombre de ella: los cátaros con todos los movimientos afines que les precedieron y siguieron en la historia del cristianismo. Estos caen en la categoría de los que hacen consistir la pureza en estar separados, ritual y socialmente, de personas y cosas juzgadas en sí mismas impuras, en una pureza más exterior que interior. Son los herederos del radicalismo sectario de los fariseos y de los esenios más que del Evangelio de Cristo.
3. La hipocresía laica
Con frecuencia se pone de relieve el alcance social y cultural de algunas bienaventuranzas. No es raro leer «Bienaventurados los que trabajan por la paz» en las pancartas que acompañan las manifestaciones de los pacifistas, y la bienaventuranza de los mansos que poseerán la tierra es justamente invocada a favor del principio de la no violencia, por no hablar después de la bienaventuranza de los pobres y de los perseguidos por la justicia. Jamás en cambio se habla de la relevancia social de la bienaventuranza de los puros de corazón, que parece reservada exclusivamente al ámbito personal. Estoy convencido sin embargo de que esta bienaventuranza puede ejercer hoy una función crítica entre las más necesarias en nuestra sociedad.
Hemos visto que en el pensamiento de Cristo la pureza de corazón no se opone primariamente a la impureza, sino a la hipocresía, y el de la hipocresía es el vicio humano tal vez más difundido y menos confesado. Hay hipocresías individuales e hipocresías colectivas.
El hombre –escribió Pascal- tiene dos vidas: una es la vida auténtica, la otra la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente. Trabajamos sin descanso para adornar y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos apresuramos a darlo a conocer, de un modo u otro, para enriquecer de tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos hasta a quitarlo de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, con tal de parecer valerosos y dar hasta la vida, para que la gente hable de ello [10].
La tendencia evidenciada por Pascal ha crecido enormemente en la cultura actual, dominada por los medios de comunicación masivos, cine, televisión y mundo del espectáculo en general. Descartes dijo: «Cogito ergo sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo con «aparento, luego existo».
De origen, el término hipocresía se reservaba al arte teatral. Significaba sencillamente recitar, representar en el escenario. San Agustín lo recuerda en su comentario a la bienaventuranza de los puros de corazón. «Los hipócritas -escribe- son agentes de ficción del estilo de los que presentan la personalidad de otros en las representaciones teatrales» [11].
El origen del término nos da las pistas para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona y pasar a ser personaje. Leí en alguna parte esta caracterización de las dos cosas: «El personaje no es sino la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje una careta. La persona es desnudez radical, el personaje es todo ropaje. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a las propias convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y ampuloso».
Pero la ficción teatral es una hipocresía inocente porque mantiene siempre la distinción entre el escenario y la vida. Nadie que asista a la representación de Agamenón (es el ejemplo citado por Agustín) piensa que el actor sea de verdad Agamenón. El hecho nuevo e inquietante de hoy es que se tiende a anular también esta distancia, transformando la vida misma en un espectáculo. Es lo que pretenden los llamados «reality show» que inundan ya redes televisivas de todo el mundo.
Según el filósofo francés Jean Baudrillard, fallecido hace tres días, ya se ha hecho difícil distinguir los sucesos reales (el 11-S, o la guerra del Golfo) de su representación mediática. Realidad y virtualidad se confunden.
El llamamiento a la interioridad que caracteriza nuestra bienaventuranza y todo el sermón de la montaña es una invitación a no dejarse arrollar por esta tendencia que tiende a vaciar a la persona, reduciéndola a imagen, o peor (según el término apreciado por Baudrillard) a simulacro.
Kierkegaard evidenció la alienación que resulta de vivir de pura exterioridad, siempre y sólo en presencia de los hombres, y nunca sólo en presencia de Dios y del propio yo. Un pastor -observa- puede ser un «yo» frente a sus vacas, si viviendo siempre con ellas no tiene más que esas con las que medirse. Un rey puede ser un yo de frente a los súbditos y se sentirá un «yo» importante. El niño se percibe como un «yo» en relación con los padres, un ciudadano ante el Estado... Pero será siempre un «yo» imperfecto, porque falta la medida. «Qué realidad infinita adquiere en cambio mi “yo”, cuando toma conciencia de existir ante Dios, convirtiéndose en un “yo” humano cuya medida es Dios... ¡Qué acento infinito cae sobre el “yo” en el momento en que obtiene como medida a Dios!».
Parece un comentario al dicho de San Francisco de Asís: «Lo que el hombre es ante Dios, eso es, y nada más» [12].
4. La hipocresía religiosa
Lo peor que se puede hacer, hablando de hipocresía, es servirse de ella sólo para juzgar a los demás, la sociedad, la cultura, el mundo. Es justamente a esos a quienes Jesús aplica el título de hipócritas: «Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver parea sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7, 5).
Como creyentes, debemos recordar el dicho de un rabino judío del tiempo de Cristo, según el cual el 90% de la hipocresía del mundo se encontraba entonces en Jerusalén [13]. El mártir San Ignacio de Antioquia sentía la necesidad de prevenir a sus hermanos en la fe, escribiendo: «Es mejor ser cristianos sin decirlo que decirlo sin serlo» [14].
La hipocresía acecha sobre todo a las personas piadosas y religiosas; el motivo es sencillo: donde más fuerte es la estima de los valores el espíritu, de la piedad y de la virtud (¡o de la ortodoxia!), ahí también es más fuerte la tentación de ostentarlos para no parecer faltos de ellos. A veces es la propia función que desempeñamos la que nos empuja a hacerlo.
«Ciertos compromisos del consorcio humano –escribe San Agustín en las Confesiones- nos obligan a hacernos amar y temer por los hombres; por lo tanto el adversario de nuestra verdadera felicidad persigue y disemina por todas partes los lazos del “Bravo, bravo”, para prendernos a nuestras espaldas mientras los recogemos con avidez, a fin de separar nuestra alegría de tu verdad y unirla a la mentira de los hombres, para hacernos gustar el amor y el temor no obtenidos en tu nombre, sino en tu lugar» [15].
La hipocresía más perniciosa es esconder... la propia hipocresía. En ningún esquema de examen de conciencia recuerdo haber encontrado la pregunta: ¿He sido hipócrita? ¿Me he preocupado de la mirada de los hombres sobre mí, más que de la de Dios? En cierto momento de la vida, tuve que introducir por mi cuenta estas preguntas en mi examen de conciencia y raramente pude pasar indemne a la pregunta sucesiva...
Un día tocaba como lectura del Evangelio de la Misa la parábola de los talentos. Escuchándolo, entendí de golpe algo. Entre hacer rendir los talentos o no, existe una tercera posibilidad: la de ponerlos a rendir, sí, pero por sí mismos, no por el dueño, por la propia gloria o el propio provecho, y esto es un pecado tal vez más grave que sepultarlos. Aquel día, en el momento de la comunión, tuve que hacer como ciertos ladrones atrapados en delito flagrante, que, llenos de vergüenza, vacían los bolsillos y echan a los pies del propietario lo que le han quitado.
Jesús nos ha dejado un medio sencillo e insuperable para rectificar varias veces al día nuestras intenciones, las primeras tres peticiones del Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad». Se pueden recitar como oraciones, pero también como declaración de intenciones: todo lo que hago, quiero hacerlo para que sea santificado tu nombre, para que venga tu reino y para que se haga tu voluntad.
Sería una contribución preciosa para la sociedad y para la comunidad cristiana si la bienaventuranza de los puros de corazón nos ayudara a mantener despierta en nosotros la nostalgia de un mundo limpio, verdadero, sincero, sin hipocresía, ni religiosa ni laica; un mundo en el que las acciones se corresponden a las palabras, las palabras a los pensamientos, y los pensamientos del hombre a los de Dios. Esto no sucederá plenamente más que en la Jerusalén celeste, la ciudad toda de cristal, pero debemos al menos tender a ello.
Una escritora de fábulas redactó «El país de cristal». Habla de una joven que termina, por magia, en un país todo de cristal: casas de cristal, pájaros de cristal, árboles de cristal, personas que se mueven como graciosas estatuillas de cristal. Con todo, nada se había hecho añicos nunca, porque todos aprendieron a moverse en él con delicadeza para no hacerse daño. Las personas, al encontrarse, responden a las preguntas antes de que se les formulen, porque hasta los pensamientos se han hecho abiertos y transparentes; nadie busca ya mentir, sabiendo que todos pueden leer lo que se tiene en la cabeza [16].
Dan escalofríos sólo de pensar qué pasaría si esto ocurriera ya, entre nosotros; pero es sano al menos tender a tal ideal. Es el camino que lleva a la bienaventuranza que hemos intentado comentar: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios».
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[1] S. Agustín, De sermone Domini in monte, II, 1,1 (CC 35, 92)
[2] Ib. II, 13, 45-46.
[3] Jean-François de Reims, La vraie perfection de cette vie, 2 parte, Paris 1651, Instr. 4, p.160 s).
[4] Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, 6 (PG 44, 1272).
[5] S. Basilio, Sullo Spirito Santo, IX,23; XXII,53 (PG 32, 109.168).
[6] Cf. Michel Dupuy, Pureté, purification, in DSpir. 12, coll,2637-2645.
[7] S. Bernardo de Claraval, Sententiae, III, 2 (S. Bernardi Opera, ed. J. Leclerq – H. M. Rochais).
[8] S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Mattheum, 15,4.
[9] Giovanni Ruusboec, Lo splendore delle nozze spirituali, Roma, Città Nuova 1992, pp.72 s.
[10] Cf. B. Pascal, Pensieri, 147 Br.
[11] S. Agustín, De sermone Domini in monte, 2,5 (CC 35, p. 95).
[12] S. Francisco de Asís, Ammonizioni, 19 (Fonti Francescane, n.169).
[13] Cf. Strack-Billerbeck, I, 718.
[14] S. Ignacio de Antioquía, Efesini 15,1 (“È meglio non dire ed essere che dire e non essere”: “Es mejor no decir y ser que decir y no ser”) y Magnesiani, 4 (“Bisogna non solo dirsi cristiani, ma esserlo”: “Es necesario no sólo decirse cristianos, sino serlo”).
[15] Cf. S. Agustín, Confessioni, X, 36, 59.
[16] Lauretta, Il bosco dei lillà, Ancora, Milán, 2° ed. 1994, pp. 90 ss.
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