I. Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro, rezamos en la Antífona de entrada de la Misa de hoy. El Evangelio nos cuenta lo que sucedió en el Tabor. Poco antes Jesús había declarado a sus discípulos, en Cesarea de Filipo, que iba a sufrir y padecer en Jerusalén, a morir a manos de los príncipes de los sacerdotes, de los ancianos y de los escribas. Los Apóstoles habían quedado sobrecogidos y entristecidos por este anuncio. Ahora, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a ellos solos aparte, para orar. Son los tres discípulos que serán testigos de su agonía en el huerto de los Olivos. Mientras él oraba, cambió el aspecto de su rostro y su vestido se volvió blanco, resplandeciente4. Y le ven conversar con Elías y Moisés, que aparecían gloriosos y le hablaban de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén.
Seis días llevaban los Apóstoles entristecidos por la predicación de Cesarea de Filipo. La ternura de Jesús hace que ahora contemplen su glorificación. San León Magno dice que «el principal fin de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz». Nunca olvidarían los Apóstoles esta «gota de miel» que Jesús les daba en medio de su amargura. Muchos años más tarde San Pedro tiene perfectamente nítido estos momentos: ...cuando desde aquella extraordinaria gloria se le hizo llegar esta voz: Éste es mi Hijo querido, en quien me complazco. Esta voz, enviada del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo7. El Apóstol lo recordaría hasta el final de sus días.
Siempre hace así Jesús con los suyos. En medio de los mayores padecimientos da el consuelo necesario para seguir adelante.
Este destello de la gloria divina transportó a los Apóstoles a una inmensa felicidad, que hace exclamar a San Pedro: Señor, ¡bueno es permanecer aquí! Hagamos tres tiendas... Pedro quiere alargar aquella situación. Pero, como dirá más adelante el Evangelista, no sabía lo que decía; porque lo bueno, lo que importa, no es hallarse aquí o allí, sino estar siempre con Jesús, en cualquier parte, y verle detrás de las circunstancias en que nos hallamos. Si estamos con Él, es igual que nos encontremos en medio de los mayores consuelos del mundo, o en la cama de un hospital entre dolores indecibles. Lo que importa es solo eso: verle y vivir siempre con Él. Es lo único verdaderamente bueno e importante en esta vida y en la otra. Si permanecemos con Jesús, estaremos muy cerca de los demás y seremos felices, sea cual sea nuestro lugar y la situación en que nos encontremos. Vultum tuum, Domine, requiram: Deseo verte y buscaré tu rostro, Señor, en las circunstancias ordinarias de mi jornada.
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