I. Nos dice San Marcos que le presentaban a Jesús unos niños para que les impusiera las manos; pero los discípulos les reñían1.
Detrás de estos niños podemos ver a sus madres, empujando suavemente a los pequeños delante de ellas. Jesús debía crear a su alrededor un clima de bondad y de sencillez atrayente. Estas mujeres se sienten dichosas de que Jesús imponga sus manos sobre ellos y estén cerca de Él.
La pugna entre estas mujeres y los discípulos, que querían mantener un cierto orden, es el prólogo a una enseñanza profunda de Cristo. En medio del forcejeo de unas y las protestas de los otros, que quieren alejar a los niños, Jesús se enfada con los discípulos. Él está a gusto con estas criaturas: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, dice, porque de estos es el Reino de Dios. En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos2. Los niños y sus madres habían ganado la partida: aquel día se marcharon felices a sus casas.
Hemos de acercarnos a Belén con las disposiciones de los niños: con sencillez, sin prejuicios, con el alma abierta de par en par. Es más, es necesario hacerse como un niño para entrar en el Reino de los Cielos: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos3, dirá el Señor en otra ocasión, mientras coloca a un pequeño delante de todos.
El Señor no recomienda la puerilidad, sino la inocencia y la sencillez. Ve en los niños rasgos y actitudes esenciales para alcanzar el Cielo y, en esta vida, para entrar en el reino de la fe. El niño carece de todo sentimiento de suficiencia.
El niño necesita constantemente de sus padres, y lo sabe; es fundamentalmente un ser necesitado. Así debe ser el cristiano delante de su Padre Dios: un ser que es todo necesidad. El niño vive con plenitud el presente y nada más; la enfermedad del adulto es vivir con excesiva inquietud por el «mañana», dejando vacío el «hoy», que es lo que debe vivir con toda intensidad.
Aquel gesto con los pequeños debió ganar a más de una mujer de las presentes que, quizá, con el afán de situar a sus hijos en primera fila, no habían prestado demasiada atención a las palabras que Jesús dirigía al auditorio.
Jesús nos enseña en este pasaje el camino de la infancia espiritual, para que nos abramos del todo a Dios y seamos eficaces en el apostolado:
«Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. —¿Quién pide... la luna? —¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo?
»—“Poned” en un “niño” así, mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere»4.
II. Pocos días antes de la Pasión, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, al ver los milagros que hacía, y a los niños que le aclamaban..., se irritaron y le dijeron: ¿Oyes lo que dicen estos? Jesús les respondió: Sí; ¿no habéis leído nunca: de la boca de los pequeños y de los niños de pecho te preparaste la alabanza?5. A lo largo de todo el Evangelio encontramos este mismo pensamiento: se escoge lo pequeño para confundir a lo grande. Abre la boca de los que saben menos, y cierra la de los que parecían sabios.
Jesús acepta abiertamente la confesión mesiánica de estos niños; ellos son los que ven con claridad el misterio de Dios allí presente. Solo puede recibirse el reino de Dios con esta actitud.
Nosotros los cristianos, al reconocer a Jesús en la gruta de Belén como al Mesías prometido desde antiguo, hemos de hacerlo con el espíritu, la sencillez y la audacia de los pequeños: «Niño, enciéndete en deseos de reparar las enormidades de tu vida de adulto»6. Esas «enormidades» que cometimos cuando, por la dureza de nuestro corazón, perdimos la sencillez interior y la visión clara de Jesucristo, y le dejamos de alabar, cuando más esperaba Él nuestra confesión abierta de la fe en un clima de tanta incomprensión para las cosas de Dios.
Hacerse interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa: requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios. Este abandono, que lleva consigo una inmensa paz, solo se consigue cuando quedamos indefensos ante el Señor. «Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia: reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños»7.
III. Esta vida de infancia es posible si tenemos enraizada nuestra conciencia de hijos de Dios. El misterio de la filiación divina, fundamento de nuestra vida espiritual, es una de las consecuencias de la Redención. Nosotros somos ya ahora hijos de Dios8 e importa mucho hacernos conscientes de esta realidad maravillosa, para tratar a Dios con espíritu filial, de buen hijo. La adopción divina implica una transformación que sobrepasa inmensamente la simple adopción humana: esto tiene de más la adopción divina que la humana: «por medio del don de la gracia, Dios hace idóneo al hombre que adopta, para recibir la herencia celestial; el hombre, por el contrario, no hace idóneo a aquel a quien adopta, sino más bien elige para adoptar a quien era ya idóneo»9.
Al ser hijos de Dios somos herederos de la gloria. Vamos a procurar ser dignos de tal herencia y tener con Dios una piedad filial, tierna y sincera.
El camino de la infancia espiritual lleva consigo un trato de una confianza sin límites en Dios nuestro Padre. En una familia, el padre interpreta al hijo pequeño el mundo extraño; el pequeño se siente débil, pero sabe que su padre lo defenderá y por eso vive y camina confiado. El niño sabe que junto a su padre nada le puede faltar, nada malo puede sucederle. Su alma y su mente están abiertas sin prejuicios ni recelos a la voz de su padre. Sabe que, aunque se hayan burlado de él, cuando llegue a casa su padre nunca se burla, porque lo comprende.
Los niños no son demasiado sensibles al ridículo, que tantas empresas paraliza, ni tienen esos temores y falsos respetos humanos que engendran la soberbia y la preocupación por el «qué dirán».
El niño cae frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza; cuando se vive vida de infancia, las mismas caídas y las flaquezas son medios de santificación. Su amor es siempre joven porque olvida con facilidad las experiencias negativas: no las almacena en su alma, como hace quien tiene alma de adulto.
«Se llaman niños –comenta San Juan Crisóstomo– no por su edad, sino por la sencillez de su corazón»10.
La sencillez es quizá la virtud que resume y coordina las demás facetas de esa vida de infancia que el Señor nos pide. Hemos de ser –dice San Jerónimo– «como el niño que os propongo de ejemplo... no piensa una cosa y dice otra distinta, así también vosotros, porque si no tuvieseis tal inocencia y pureza de intención no podréis entrar en el reino de los cielos»11.
Se manifiesta la sencillez en el trato amable, cordial y sin afectación con los demás. Es virtud muy apreciada en las relaciones humanas, pero a veces difícil de encontrar.
Consecuencia de la vida de infancia es la docilidad. «Niño, el abandono exige docilidad»12. Según su etimología, es dócil quien está dispuesto y preparado a ser enseñado; y así debe estar el cristiano ante los misterios de Dios y de las cosas que a Él se refieren. Se sabe muy en el comienzo de esos conocimientos y tiene el alma abierta a la formación, con deseos siempre de conocer la verdad. Quien tiene alma de adulto da por sabidas muchas cosas, que en realidad desconoce; cree saber, pero se ha quedado en lo externo, en la apariencia, sin ahondar en el saber profundo, que influye inmediatamente en las obras. Cuando Dios lo mira, lo ve repleto de su ignorancia y cerrado al verdadero conocimiento.
Qué maravilla sería si un día, niños al fin, aprendiéramos cosas tan corrientes para un cristiano como, por ejemplo, rezar bien el Padrenuestro, o participar verdaderamente en la Santa Misa, o santificar el trabajo de cada día, o ver en las personas que nos rodean almas que se deben salvar, o... ¡tantas cosas que damos por sabidas con demasiada frecuencia!
Aprendamos a ser niños delante de Dios. «Y todo eso lo aprendemos tratando a María (...). Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar solo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima»13.
1 Mc 10, 13. — 2 Mc 10, 14-16. — 3 Mt 18, 3. — 4 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 857. — 5 Mt 21, 15-16. — 6 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 861. — 7 ídem, Es Cristo que pasa, 143. — 8 1 Jn 3, 2. — 9 Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 23, a. 1, c. — 10 San Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol III, p. 20. — 11 San Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Mateo, 3, 18, 4. — 12 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 871. — 13 ídem, Es Cristo que pasa, 143.
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