I. La Primera lectura de la Misa1 nos narra con gran emotividad la vuelta a Judea del pueblo elegido, después de tantos años de destierro en Babilonia. En suelo judío, un sacerdote, Esdras, explica al pueblo el contenido de la Ley que habían olvidado en aquellos años pasados en «tierra extraña». Leyó el libro sagrado desde el amanecer hasta el medio día, y todos, de pie, seguían atentamente las enseñanzas, y el pueblo entero lloraba. Es un llanto en el que se mezclan la alegría por reconocer de nuevo la Ley de Dios, y la tristeza porque su anterior olvido de la Ley les acarreó el destierro.
Cuando nos congregamos para participar en la Santa Misa escuchamos de pie, en actitud de vigilia, la Buena Nueva que siempre nos trae el Evangelio. Hemos de oírlo con una disposición atenta, humilde y agradecida, porque sabemos que el Señor se dirige a cada uno en particular. «Nosotros –escribía San Agustín– debemos oír el Evangelio como si el Señor estuviera presente y nos hablase. No debemos decir: “felices aquellos que pudieron verle”. Porque muchos de los que le vieron le crucificaron; y muchos de los que no le vieron creyeron en Él. Las mismas palabras que salían de la boca del Señor se escribieron y se guardaron y conservaron para nosotros»2.
Solo se ama a quien se conoce; por eso, muchos cristianos dedican además, cada día, unos minutos a leer y meditar el Santo Evangelio, que nos conduce como de la mano al conocimiento y a la contemplación de Jesucristo. Nos enseña a verlo como lo vieron los Apóstoles, a observar sus reacciones, su modo de comportarse, sus palabras llenas siempre de sabiduría y autoridad; nos lo muestra compasivo ante la desgracia en unas ocasiones, santamente enfadado en otras, comprensivo con los pecadores, firme ante los fariseos falsificadores de la religión, lleno de paciencia con aquellos discípulos que no entienden muchas veces el sentido de sus palabras...
Nos sería muy difícil amar a Jesucristo, conocerle de verdad, si no escucháramos frecuentemente la Palabra de Dios, si no leyéramos con atención, cada día, el Santo Evangelio. Esa lectura –quizá unos pocos minutos– alimenta nuestra piedad.
Al terminar el sacerdote cada una de las lecturas de la Sagrada Escritura, dice: Palabra de Dios. Y todos los fieles contestan: ¡Te alabamos, Señor! Y ¿cómo le alabamos? El Señor no se contenta con nuestras palabras: quiere también una alabanza con obras. No podemos arriesgarnos a olvidar la ley de Dios, a que las enseñanzas de la Iglesia queden en nosotros como verdades difusas e inoperantes, o conocidas solo superficialmente; eso supondría para nuestra vida un destierro mucho más amargo que el de Babilonia. El gran enemigo de Dios en el mundo es la ignorancia, «que es causa y como raíz de todos los males que envenenan los pueblos y perturban a muchas almas»3.
Y sabemos bien que el mal que afecta a gran número de cristianos es la falta de formación doctrinal. Es más, muchos están inficcionados del error, enfermedad más grave que la misma ignorancia. ¡Qué pena si nosotros, por falta de la necesaria doctrina, no supiéramos darles a conocer a Cristo y la luz necesaria para que comprendan sus enseñanzas!
II. En la Misa de hoy leemos el comienzo del Evangelio de San Lucas4, quien nos dice que ha resuelto poner por escrito la vida de Cristo para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. La obligación de conocer con profundidad la doctrina de Jesús, cada uno según las circunstancias de su vida, atañe a todos y dura mientras continúe nuestro caminar sobre la tierra. «El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día»5. Nunca hemos de considerarnos con la suficiente formación, nunca deberemos conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas que hayamos adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada. En la vida profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano. También a la formación doctrinal se le puede aplicar aquella sentencia de San Agustín: «¿Dijiste basta? Pereciste»6.
La calidad del instrumento –eso somos todos: instrumentos en manos de Dios– puede mejorar, desarrollar nuevas posibilidades. Cada día podemos amar un poco más y ser más ejemplares. Esto no lo conseguiremos si nuestro entendimiento no recibe continuamente el alimento de la sana doctrina. «No sé cuántas veces me han dicho –comenta un autor de nuestros días– que un anciano irlandés que no sepa más que rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y, por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (...) estaban deseosos de conocer más a fondo su fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba de amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor»7.
La llamada «fe del carbonero» (lo creo todo, aunque no sepa qué es) no es suficiente para el cristiano que, en medio del mundo, encuentra cada día confusión y falta de luz en cuanto a la doctrina de Jesucristo –la única salvadora– y a los problemas éticos, nuevos y antiguos, con que se tropieza en el ejercicio de su profesión, en la vida familiar, en el ambiente en que se desarrolla su vida.
El cristiano debe conocer bien los argumentos que le permitan contrarrestar los ataques de los enemigos de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se gana nada con la intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin poner matices donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni titubeos).
La «fe del carbonero» puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia, desamor: «frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza», repetía San Juan Crisóstomo8. Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad poseer un conocimiento preciso y completo de la teología católica. Por eso «cualquier chico bien instruido en el Catecismo es, sin él sospecharlo, un auténtico misionero»9. Con el estudio del Catecismo, verdadero compendio de la fe, y de las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual, combatiremos la ignorancia y el error en muchos lugares y en muchas personas, que podrán hacer frente a tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del error.
III. La buena formación requiere tiempo y constancia. La continuidad ayuda a comprender y a incorporar, a hacer vida propia la doctrina que llega a nuestro entendimiento. Para eso, debemos procurar, en primer lugar, que los canales estén expeditos y circule por ellos la sana doctrina: dedicar el interés necesario a nuestra formación, convencidos de la trascendental importancia que tiene para nosotros cuidar con esmero la práctica de la lectura espiritual, de acuerdo a un plan bien orientado, de modo que su contenido deje continuo poso en nuestra alma.
Se ha dicho que para curar a un enfermo basta ser médico; no es preciso contraer la misma enfermedad. Nadie debe ser «tan ingenuo como para pensar que, si se quiere tener formación teológica, es necesario tomarse todo tipo de brebajes..., aunque sean emponzoñados. Esto es de sentido común, no solo de sentido sobrenatural, y la experiencia de cada uno podría corroborarlo con muchos ejemplos»10. Por este motivo, pedir consejo en las lecturas de libros es parte importante de la virtud de la prudencia, de modo muy particular si se trata de libros teológicos o filosóficos, que pueden afectar esencialmente a nuestra formación y a la misma fe. ¡Qué importante es acertar en la lectura de un libro! Pero esta importancia se acrecienta en aquellos libros que específicamente deben estar destinados a la formación de nuestra alma.
Si somos constantes, si cuidamos aquellos medios por los que nos llega la buena doctrina (lectura espiritual, retiros, círculos de estudio, charlas de formación, dirección espiritual...), nos encontraremos, casi sin darnos cuenta, con una gran riqueza interior que incorporaremos poco a poco a nuestra vida. Por otra parte, cara a los demás nos hallaremos, como el labriego, con el cesto de la siembra repleto ante el campo en barbecho dispuesto a recibir la buena semilla, pues aquello que recibimos es útil para nuestra alma y para transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando no se hace fructificar, y el mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere que sembremos su doctrina.
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