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¡Esperando a Jesús!

por Padre Juan

I. Por la entrañable misericordía de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos en el camino de la paz1. Jesús es el Sol que ilumina nuestra existencia. Todo lo nuestro, si queremos que tenga sentido, ha de hacer referencia a Él.

De modo muy especial y extraordinario, la vida de la Virgen está centrada en Jesús. Lo está singularmente en esta víspera del nacimiento de su Hijo. Apenas podemos imaginar el recogimiento de su alma.

Así estuvo siempre, y así debemos aprender a estar nosotros, ¡tan dispersos y tan distraídos por cosas que carecen de importancia! Una sola cosa es verdaderamente importante en nuestra vida: Jesús, y cuanto a Él se refiere.

María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón2; su madre guardaba estas cosas en su corazón3. Por dos veces el Evangelista hace referencia a esta actitud de la Virgen frente a los acontecimientos que iban ocurriendo.

La Virgen conserva y medita. Sabe de ese recogimiento interior en el que es posible valorar y guardar los acontecimientos, grandes y pequeños, de su vida. En su intimidad, enriquecida por la plenitud de gracia, reina aquella armonía primitiva en la que el hombre fue creado. Ningún lugar mejor para guardar y ponderar esa acción divina excepcional en el mundo de la que Ella es testigo.

Después del pecado original, el alma pierde el dominio de los sentidos y la orientación natural hacia las cosas de Dios. En la Virgen no fue así; en nosotros, sí. En Ella, por haber sido preservada de la mancha original, todo era armonía, como en los comienzos. Es más, estaba embellecida por la presencia, del todo singular y extraordinaria, de la Santísima Trinidad en su alma.

María está siempre en oración, porque todo lo hace en referencia a su Hijo: cuando habla a Jesús, hace oración (eso es la oración, «hablar con Dios»), y cada vez que le mira (también eso es oración, mirar con fe a Jesús Sacramentado, realmente presente en el Sagrario), y cuando le pide o le sonríe (¡tantas veces!), o cuando pensaba en Él. Su vida estuvo determinada por Jesús, y a Él se orientaban permanentemente sus sentimientos.

Su recogimiento interior fue constante. Su oración se fundía con su misma vida, con el trabajo y la atención a los demás. Su silencio interior era riqueza, y plenitud, y contemplación.

Nosotros le pedimos hoy que nos dé este recogimiento interior necesario para ver y tratar a Dios, muy cercano también a nuestras vidas.

II. Hoy sabréis que viene el Señor, y mañana contemplaréis su gloria4.

La Virgen nos alienta en esta víspera del Nacimiento de su Hijo a no dejar jamás la oración, el trato con el Señor. Sin oración estamos perdidos, y con ella somos fuertes y sacamos adelante nuestras tareas.

Entre otras muchas razones, «debemos orar también porque somos frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realmente que somos pobres criaturas, con ideas confusas (...), frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo. La oración da fuerzas para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad; la oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad; la oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia desde la perspectiva de Dios y desde la eternidad. Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo!»5.

Hemos de aprender a tratar cada vez mejor al Señor a través de la oración mental –esos ratos, como ahora, que dedicamos a hablarle calladamente de nuestros asuntos, a darle gracias, a pedirle ayuda..., ¡a estar con Él!– y mediante la oración vocal, quizá también con oraciones aprendidas cuando éramos pequeños. No encontraremos a lo largo de nuestra vida a nadie que nos escuche con tanto interés y con tanta atención como Jesús; nadie ha tomado nunca tan en serio nuestras palabras como Él. Nos mira, nos atiende, nos escucha con extremado interés cuando hacemos nuestra oración.

La oración es siempre enriquecedora. Incluso en ese diálogo «mudo» ante el Sagrario en el que no decimos palabras: basta mirar y sentirse mirado. ¡Qué diferencia de la frecuente palabrería de muchos hombres, que nada dicen porque nada tienen que comunicar! De la abundancia del corazón habla la boca. Si el corazón está vacío, ¿qué podrán decir las palabras? Y si está enfermo de envidia, de sensualidad, ¿qué contenido tendrá el diálogo? De la oración, sin embargo, salimos siempre con más luz, con más alegría, con más fuerza. Poder hacer oración es uno de los dones más grandes del hombre: ¡hablar y ser escuchado por su Creador! ¡Hablar con Él y llamarle Amigo!

En la oración hemos de hablar al Señor con toda sencillez. «Pensar y entender lo que hablamos y con quién hablamos, y quiénes somos los que osamos hablar con tan gran Señor, pensar esto y otras cosas semejantes de lo poco que le habemos servido y lo mucho que estamos obligados a servir, es oración mental; no penséis que es otra algarabía ni os espante el nombre»6.

Algunos pueden pensar que la oración es extraordinariamente difícil de hacer, o que es para personas especiales. En el Santo Evangelio podemos ver una gran variedad de tipos humanos que se dirigen al Señor con confianza: Nicodemo, Bartimeo, los niños, con quienes el Señor se goza especialmente, una madre, un padre que tiene un hijo enfermo, un ladrón, los Magos, Ana, Simeón, los amigos de Betania... Todos ellos, y nosotros ahora, hablamos con Dios.

III. En la oración, es importante la perseverancia y las buenas disposiciones: entre ellas, la fe y la humildad. No podemos llegar a la oración como el fariseo de aquella parábola dirigida a algunos que confiaban en sí mismos y despreciaban a los demás7. El fariseo, quedándose de pie, oraba para sus adentros: Oh Dios, te doy las gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones... Ayuno dos veces por semana... Enseguida nos damos cuenta de que el fariseo ha entrado al Templo sin amor. Él es el centro de sus pensamientos y el objeto de su propia estimación. Y, en consecuencia, en vez de alabar a Dios se alaba a sí mismo. No hay amor en su oración, no hay tampoco caridad; no hay humildad. No necesita a Dios.

Por el contrario, podemos aprender mucho de la oración del publicano, humilde, atenta –con la mente fija en la persona con quien hablamos–, confiada. Procurando que no sea monólogo en el que nos damos vueltas a nosotros mismos, recordando situaciones sin referirlas a Dios, o dejando incontrolada la imaginación, etcétera.

El fariseo, por falta de humildad, se marchó del Templo sin haber hecho oración. Hasta en eso se puso de manifiesto su oculta soberbia.

El Señor nos pide sencillez, que reconozcamos nuestras faltas, y le hablemos de nuestros asuntos y de los suyos. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?”—¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio.

»En dos palabras: conocerle y conocerte: “tratarse”»8.

«Et in meditatione mea exardescit ignis —Y, en mi meditación se enciende el fuego. —A eso vas a la oración: a hacerte una hoguera, lumbre viva, que dé calor y luz.

»Por eso, cuando no sepas ir adelante, cuando sientas que te apagas, si no puedes echar en el fuego troncos olorosos, echa las ramas y la hojarasca de pequeñas oraciones vocales, de jaculatorias, que sigan alimentando la hoguera. —Y habrás aprovechado el tiempo»9.

Sobre todo al principio, y a veces por temporadas, nos ayudará el servirnos de un libro, como el cojo se sirve de sus muletas, para ir adelante en nuestra oración. Así hicieron también muchos santos. «Si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin libro; que tanto temía mi alma estar sin él en oración, como si con mucha gente fuera a pelear. Con este remedio, que era como una compañía o escudo en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos, andaba consolada»10.

Habitualmente, nuestra oración debe concluir en precisos propósitos de mejora. Preguntaremos con sinceridad al Señor: ¿qué deseas de mí en este asunto concreto que he estado considerando?, ¿cómo puedo mejorar yo ahora en esta virtud?, ¿qué debo proponerme de cara a los próximos meses para cumplir tu Voluntad?

Ninguna persona de este mundo ha sabido tratar a Jesús como su Madre y, después de su Madre, San José, quien debió pasar largas horas mirándole, hablando con Él, tratándolo con toda sencillez y veneración. Por esto, «quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso Santo por maestro y no errará en el camino»11.

Al terminar nuestra oración contemplamos a José muy cerca de María, lleno de atenciones y de delicadezas hacia Ella. Jesús va a nacer. Él ha preparado lo mejor que ha podido aquella gruta. Le pedimos nosotros que nos ayude a preparar nuestra alma, a no estar dispersos y distraídos cuando tenemos tan cerca a Jesús.

1 Evangelio de la Santa Misa, Lc 1, 78-79. — 2 Lc 2, 19. — 3 Lc 2, 51. — 4 Antífona del Invitatorio del día 24. — 5 Juan Pablo II, Audiencia con los jóvenes, 14-III-1979. — 6 Santa Teresa, Camino de perfección, 25, 3. — 7 Lc 18, 9 ss. — 8 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 91. — 9 Ibidem, n. 92. — 10 Santa Teresa, Vida, 4, 7. — 11 Ibídem, 6, 3.

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