Estaba ya próxima la fiesta de Pentecostés del tercer año de la vida pública de Jesús. En otras ocasiones el Señor había subido a Jerusalén con motivo de esta celebración anual para predicar la Buena Nueva a las multitudes que llegaban a la Ciudad Santa en esta festividad. Esta vez –quizá para apartar un poco a los discípulos del ambiente hostil que se iba originando– busca abrigo en las tierras tranquilas y apartadas de Cesarea de Filipo. Y mientras caminaban1, después de haber estado Jesús recogido en oración, como indica expresamente San Lucas2 pregunta en tono familiar a sus más íntimos: ¿Quién dicen los hombres que soy Yo? Y ellos con sencillez le cuentan lo que oyen: Unos que Juan el Bautista, otros que Elías... Entonces les volvió a interpelar: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?
En la vida hay preguntas que si ignoramos su respuesta nada nos sucede. Poco o nada nos comprometen. Por ejemplo, la capital de un lejano país, el número de años de un determinado personaje... Hay otras cuestiones que sí es mucho más importante conocer y vivir: la dignidad de la persona humana, el sentido instrumental de los bienes terrenos, la brevedad de la vida... Pero existe una pregunta en la que no debemos errar, pues nos da la clave de todas las verdades que nos afectan. Es la misma que Jesús hizo a los Apóstoles aquella mañana camino de Cesarea de Filipo: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? Entonces y ahora solo existe una única respuesta verdadera: Tú eres el Cristo, el Ungido, el Mesías, el Hijo Unigénito de Dios. La Persona de la que depende toda mi vida; mi destino, mi felicidad, mi triunfo o mi desgracia se relacionan íntimamente con el conocimiento que de Ti tenga.
Nuestra felicidad no está en la salud, en el éxito, en que se cumplan todos nuestros deseos... Nuestra vida habrá valido la pena si hemos conocido, tratado, servido y amado a Cristo. Todas las dificultades tienen arreglo si estamos con Él; ninguna cuestión tiene una solución definitiva si el Señor no es lo principal, lo que da sentido a nuestro vivir, con éxitos o con fracasos, en la salud y en la enfermedad.
Los Apóstoles, por boca de Pedro, dieron a Jesús la respuesta acertada después de dos años de convivencia y de trato. Nosotros, como ellos, «hemos de recorrer un camino de escucha atenta, diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de fieles de todos los tiempos y lugares»3. Nosotros, que quizá llevamos ya no pocos años siguiendo al Maestro, examinemos hoy en la intimidad de nuestro corazón qué significa Cristo para nosotros. Digamos como San Pablo: lo que tenía por ganancia, lo tengo ahora por Cristo como pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo...4.
Después de la confesión de Pedro, Jesús manifestó a sus discípulos por vez primera que el Hijo del hombre debía padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas y ser muerto, y resucitar después de tres días. Hablaba de esto abiertamente5. Pero este era un lenguaje extraño para aquellos que habían visto tantas maravillas. Y Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Entonces el Señor, dirigiéndose a Pedro, pero con la intención de que todos lo oyeran, le habló con estas durísimas palabras: ¡Apártate de Mí, Satanás! Son las mismas con las que rechazó al demonio después de las tentaciones en el desierto6. Uno por odio y otro por un amor mal entendido, intentaron disuadirlo de su obra redentora en la cruz, a la que se encaminaba toda su vida y que habría de traernos todos los bienes y gracias para alcanzar el Cielo. En la Primera lectura de la Misa7, Isaías anuncia, con varios siglos de antelación, la Pasión que habría de sufrir el Siervo de Yahvé: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban (...). No oculté el rostro a insultos y salivazos.
El amor de Dios a los hombres se manifestó enviando al mundo a su Hijo Unigénito para que nosotros vivamos por Él8; con su Muerte nos dio la Vida. Cristo es el único camino para ir al Padre: nadie viene al Padre sino por Mí9, declarará a sus discípulos en la Última Cena. Sin Él nada podemos10. La preocupación primera del cristiano ha de consistir en vivir la vida de Cristo, en incorporarse a Él, como los sarmientos a la vid. El sarmiento depende de la unión con la vid, que le envía la savia vivificante; separado de ella, se seca y es arrojado al fuego11. La vida del cristiano se reduce a ser por la gracia lo que Jesús es por naturaleza: hijos de Dios. Esta es la meta fundamental del cristiano: imitar a Jesús, asimilar la actitud de hijo delante de Dios Padre. Nos lo ha dicho el mismo Cristo: Subo a «mi» Padre y a «vuestro» Padre, a «mi» Dios y a «vuestro» Dios12. Jesús vive ahora y nos interpela cada día sobre nuestra fe y nuestra confianza en Él, sobre lo que representa en nuestra vida. Y nos busca de mil maneras, ordena los acontecimientos para que el éxito y la desgracia nos lleven a Él. Y nos resistimos..., y quizá dirigimos en ocasiones la mirada hacia otro lugar. Por eso podemos decirle hoy con el soneto del clásico castellano:
«¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno escuras?
»¡Oh cuánto fueron mis entrañas duras
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
»¡Cuántas veces el ángel me decía:
“Alma, asómate agora a la ventana;
verás con cuánto amor llamar porfía!”.
»¡Y cuántas, hermosura soberana,
“mañana le abriremos”, respondía,
para lo mismo responder mañana!»13.
Sabemos bien que «ante Jesús no podemos contentarnos con una simpatía simplemente humana, por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente considerarlo solo como un personaje digno de interés histórico, teológico, espiritual, social o como fuente de inspiración artística»14. Jesucristo nos compromete absolutamente. Nos pide que, al seguirle, renunciemos a nuestra propia voluntad para identificarnos con Él. Por eso, después de recriminar a Pedro, llamó a todos y les dijo: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera ganar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará15.
El Señor habla abiertamente de la Pasión. Por eso utiliza la imagen de «tomar la cruz» y seguirle. El dolor y cualquier clase de sufrimiento adquieren con Cristo un sentido nuevo, un sentido de amor y de redención. Con el dolor –la cruz– le acompañamos al Calvario; el sufrimiento, la contradicción... nos purifican y adquieren un valor redentor junto a los padecimientos de Cristo. La enfermedad, el fracaso, la ruina... junto a Cristo se convierten en un tesoro, en una «caricia divina» que no debemos desaprovechar, y que hemos de agradecer. ¡Gracias!, diremos con prontitud ante esas circunstancias adversas. El Señor quitará lo más áspero y más molesto a esa situación difícil. Por eso, estaremos atentos para darnos cuenta de dónde abandonamos la cruz. Normalmente la dejamos donde aparecen la queja, el malhumor o el ánimo triste.
Las contrariedades, grandes o pequeñas, físicas o morales, aceptadas por Cristo y ofrecidas en reparación de la vida pasada, por el apostolado, por la Iglesia.... no oprimen, no pesan; por el contrario, disponen el alma para la oración, para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida, y agrandan el corazón para ser más generosos y comprensivos con los demás. Por el contrario, el cristiano que rehúye sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Cristo en el camino de su vida, y tampoco encontrará la felicidad, que tan cerca está siempre del amor y del sacrificio. ¡Cuántos cristianos han perdido la alegría al final del día, no por grandes contradicciones, sino porque no han sabido santificar las pequeñas contrariedades que han ido surgiendo a lo largo de la jornada!
Le decimos a Jesús que queremos seguirle, que nos ayude a llevar la cruz de cada día con garbo, unidos a Él. Le pedimos que nos acoja entre sus discípulos más íntimos. «Señor, le suplicamos: Tómame como soy, con mis defectos, con mis debilidades; pero hazme llegar a ser como Tú deseas»16, como hiciste con Simón Pedro.
1 Cfr. Mc 8, 27. — 2 Cfr. Lc 9, 18. — 3 Juan Pablo II, Audiencia general 7-1-1987. — 4 Flp 3, 7-8. — 5 Mc 8, 31-32. — 6 Cfr. Mt 4, 10. — 7 Is 50, 5-10. — 8 Jn 4, 9. — 9 Jn 14, 6. — 10 Cfr. Jn 15, 5. — 11 Cfr. Jn 15, 1-6. — 12 Jn 20, 17. — 13 Lope de Vega, Soneto a Jesús crucificado. — 14 Juan Pablo II, loc. cit. — 15 Mc 8, 34-35. — 16 Juan Pablo I, Alocución 13-IX-1978.
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