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Amar con obras: 31º Domingo del tiempo ordinario

por Padre Juan

Los textos de la Misa nos muestran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de este. En la Primera lectura1 vemos ya enunciado con toda claridad el Primer mandamiento: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Era un pasaje muy conocido por todos los judíos, pues lo repetían dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.

En el Evangelio2 leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta llena de rectitud al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer mejor las enseñanzas del Maestro: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?, le pregunta. Y Jesús, a pesar de las duras acusaciones que lanzará contra los fariseos y los escribas, se detiene ahora ante este hombre que parece querer conocer sinceramente la verdad. Al final del diálogo, incitándole a dar un paso más definitivo ante la conversión, tendrá para él una palabra alentadora: No estás lejos del Reino de Dios, le dirá. Jesús se detiene siempre ante toda alma en la que se inicia el más pequeño deseo de conocerle. Ahora, pausadamente, el Señor le repite las palabras del texto sagrado: Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...

Este es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás. Pero, ¿en qué consiste este amor? El Cardenal Luciani –que más tarde sería Juan Pablo I–, comentando a San Francisco de Sales, escribía que «quien ama a Dios debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que Él permite»3. Y recuerda un diálogo figurado con Margarita, esposa de San Luis rey de Francia, cuando estaba a punto de embarcarse para las Cruzadas. Ella desconocía a dónde iba el rey y no tenía el menor interés por visitar los lugares donde tendría que hacer escala; tampoco le importaban demasiado los peligros que seguramente surgirían. La reina solo tenía interés en un asunto: estar con el rey. «Más que ir a ningún sitio, yo le sigo a él».

«Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios». ¿Qué interés puede tener estar aquí o allí si estamos con Dios, al que amamos sobre todas las cosas? ¿Qué puede importar estar sanos o enfermos, ser ricos o pobres...? «Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos lleve en el brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad». Solo Él basta: el lugar donde estemos, el dolor que podamos sufrir, el éxito o el fracaso, no solo tienen un valor siempre relativo, sino que nos han de ayudar a amar más. Bien podemos seguir el consejo de la Santa:

«Nada te turbe,

nada te espante,

todo se pasa,

Dios no se muda,

la paciencia todo lo alcanza;

quien a Dios tiene

nada le falta:

solo Dios basta»4.

Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza. // Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, // mi fuerza salvadora, mi baluarte5, rezamos con el Salmo responsorial.

Este Salmo 17 es como un Te Deum que David dirige a Yahvé para darle gracias por las muchas ayudas que recibió a lo largo de su vida6. El Señor le libró de sus enemigos, especialmente de las manos de Saúl, le dio la victoria sobre los pueblos gentiles, le devolvió Jerusalén después de haber tenido que abandonarla a causa de la insurrección de su hijo Absalón. David siempre encontró en su Señor apoyo y ayuda. De ahí su reconocimiento y su amor: Yo te amo, Señor, fortaleza mía. Él fue siempre su aliado: peña, refugio, roca segura, escudo protector... Yahvé fue siempre su amparo: Yahvé me libró porque me amaba7. Cada uno de nosotros puede repetir estas mismas palabras. Lo determinante de nuestra vida, lo que aparta todas las tinieblas y tristezas es el hecho de que Dios nos ama. Esta realidad llena el corazón de esperanza y de consuelo. Y en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió al mundo a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. En eso está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados8. La Encarnación es la revelación suprema del amor de Dios por cada uno de sus hijos. Pero este amor preexistía a toda manifestación desde la eternidad: Te amé con amor eterno9. Es anterior a cualquier propósito creador, ya que representa lo más íntimo de la esencia divina. Santo Tomás enseña que este amor es la fuente de todas las gracias que recibimos10.

Es más, para que podamos amarle, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado11. «Fuimos amados –enseña San Agustín– cuando todavía le éramos desagradables, para que se nos concediera algo con que agradarle»12. En otro lugar, comenta el Santo: «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado»13.

¿Cómo no vamos a corresponder a un amor tan grande? El Señor nos pide que le amemos con obras y con el afecto de nuestro corazón, que cada día conoce más y mejor ese camino hacia la Trinidad que es la Humanidad Santísima de Jesús. El Padre ama al Hijo14 y nos ama a nosotros: Tú les has amado como me has amado a Mí15. Tanto nos ama cuanto nosotros amamos al Hijo: El que me ama será amado por mi Padre16.

El amor pide obras: confianza de hijos, cuando no acabamos de entender los acontecimientos; acudir a Él siempre, todos los días, y especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don como recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos... «En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos»17. En el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa nuestra vida, Dios nos quiere felices, pues en esas circunstancias podemos ser fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: «Señor, te amo.... pero enséñame a amarte!».

Cuando apenas había unas pocas monedas en el recién fundado convento de San José de Ávila, se comía pan duro y poco más, pero nunca faltaban velas para el altar, y todo lo que se refería al culto era escogido y bueno..., dentro de la penuria en que se encontraban. Un visitante que pasó por allí, preguntó un poco escandalizado: «¿Un lienzo perfumado para que el sacerdote se seque las manos antes de la Misa?».

La Madre Teresa, con el rostro encendido de devoción, se echó la culpa a sí misma: «Esta imperfección –contestó– la tomaron mis monjas de mí. Pero cuando recuerdo que el Señor se quejó del fariseo porque no le había recibido honrosamente, quisiera que todo, desde el umbral de la Iglesia, estuviese empapado de bálsamo»18. El Señor no es indiferente a estas muestras sinceras de un corazón que sabe querer.

Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo, evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de delicadeza y de cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el Sagrario, la puntualidad en las prácticas de piedad, una mirada a una imagen de Nuestra Señora... Son precisamente estas expresiones que parecen pequeñas las que mantienen encendido ese amor al Señor que no se debe apagar nunca.

Todo lo que hacemos por el Señor es solo una pequeñez ante la iniciativa divina. «Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”...

»—Es la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”, añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»19.

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