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4º Domingo de Adviento

por Padre Juan

La liturgia del último Domingo del tiempo de Adviento, nos introduce plenamente en la atmósfera de Navidad. Ella nos sostiene en el reconocimiento del descendimiento del Señor, de su renovada presencia en el mundo, después de la espera en el seno virginal de María. El Dios que ha creado todas las cosas, el Señor del tiempo y de la historia, se manifiesta en la humilde gruta de Belén.

María Santísima, la Virgen del silencio y de la escucha, la Virgen de la espera está en el corazón del evangelio de hoy: por medio de Ella el Señor se manifiesta al mundo. María se hace templo vivo del Señor. Ella representa, para todos los cristianos, el insuperable modelo a seguir, para acoger en sí mismos la palabra que se hace carne, para que cada uno llegue a ser, como Ella, “morada de Dios”.

Mucho antes del nacimiento de Jesús –como narra la primera lectura- David había decidido construir un templo al Señor, pero Dios, por medio del profeta Natán, dijo que Él mismo fijaría su morada en medio de su pueblo y que le aseguraría una larga descendencia (cfr. 2 Sam. 10). Este antiguo proyecto de amor de Dios –fijar su morada en medio de nosotros- ahora es “revelado y anunciado mediante las escrituras proféticas, por mandato de Dios eterno (…) por medio de Jesucristo (Rom 16, 26-27).

Se realiza a través del misterio de la encarnación del Hijo de Dios. El extraordinario encuentro entre María y el ángel sucede en la cotidianeidad y es imagen del encuentro permanente que Dios quiere tener con el hombre, con cada hombre.

El anuncio “Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo” (Lc. 1, 28) indica cómo en la Virgen María está presente la plenitud de gracia. Por esto la Hija de Sión se alegra: ¡porque Dios la ama!

Santa María Virgen desea que cada hombre se una a su alegría, por el don de la venida del Hijo y por el anuncio que tal venida implica: un amor incondicionado, gratuito, personal, capaz de cambiar la vida, de transformarla dilatando su horizonte y haciéndole partícipe del Eterno.

El ángel le asegura: “No temas, María” (Lc. 1, 30), no temas el grandioso plan de Dios. Como la Virgen, no debemos turbarnos por los planes que Dios tiene para nuestra vida. Estamos llamados a tener confianza y a ser obedientes como Ella: “He aquí la esclava del Señor: que se haga en mí según me has dicho” (Lc. 1,38). Solamente una confianza tal hace posible que todo se realice según Dios, sin anteponer nada a su divina Voluntad y a su Amor.
Sintámonos particularmente “elegidos” y reconocidos hacia la Santísima Virgen, porque una vez más asistiremos al maravilloso acontecimiento de amor y de gracia, que se irradia en los corazones de toda la humanidad.

Como dice S. Luis M. Grignon de Monfort: “La Virgen María es la afortunada persona a la que fue dirigido este divino saludo para concluir “el negocio” más importante y grande del mundo: la encarnación del Verbo eterno, la paz entre Dios y los hombres y la redención del género humano. Gracias al saludo angélico, Dios se hace hombre, una virgen es hecha Madre de Dios, el pecado fue perdonado, la gracia nos fue dada. En definitiva, el saludo angélico es el arco iris, el signo de la clemencia y de la gracia que Dios concedió al mundo. El saludo del ángel es uno de los cánticos más bellos con los que podemos glorificar al Altísimo. Por eso repetimos este mismo saludo, para agradecer a la Santísima Trinidad por tantos e inestimables beneficios suyos. Alabamos a Dios Padre porque amó de tal manera al mundo que le dio a su Hijo para salvarlo. Bendecimos a Dios Hijo porque bajó del cielo a la tierra, se hizo hombre y nos redimió. Glorificamos a Dios Espíritu Santo, porque en el seno de la Virgen Santísima formó el cuerpo purísimo que fue la víctima por nuestros pecados” (S. Luis M. G. de Monfort, El secreto admirable del Santo Rosario, nn. 44-45).

Con estos sentimientos, vayamos sin temor a la “gruta de nuestro corazón” y en el reconocimiento, en el estupor y en el amor, esperemos con María Santísima y con San José, ahora y siempre, el nacimiento del Señor, de nuestro Salvador.

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