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25º Domingo ordinario: El más importante de todos

por Padre Juan

I. La Primera lectura de la Misa1 nos presenta una enseñanza acerca de los padecimientos de los hijos de Dios injustamente perseguidos a causa de su honradez y santidad. Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra conducta errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo de Dios; es un reproche constante para nuestra vida...; lo someteremos a la afrenta y a la tortura para comprobar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él. Estas palabras, escritas siglos antes de la llegada de Cristo, las aplica hoy la liturgia al justo por excelencia, a Jesús, Hijo Unigénito de Dios, condenado a una muerte ignominiosa después de padecer todas las afrentas.

En el Evangelio de la Misa2, San Marcos nos relata que Jesús atravesaba Galilea con los suyos, y en el camino los instruía acerca de su muerte y resurrección. Les decía con toda claridad: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán y, después de muerto, resucitará a los tres días. Pero los discípulos, que se habían formado otra idea del futuro reino del Mesías, no entendían sus palabras y temían preguntarle.

Sorprende que, mientras el Maestro les comunicaba los padecimientos y la muerte que había de sufrir, los discípulos discutían a sus espaldas sobre quién sería el mayor. Por eso, al llegar a Cafarnaún, estando ya en casa, Jesús les preguntó por la discusión que habían mantenido en el camino. Ellos, quizá avergonzados, callaban. Entonces se sentó y, llamando a los Doce, les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Y para hacer más gráfica la enseñanza tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que recibe a uno de estos niños, a Mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a Mí, sino al que me envió.

El Señor quiere enseñar a los que han de ejercer la autoridad en la Iglesia, en la familia, en la sociedad, que esa facultad es un servicio que se presta. Nos habla a todos de humildad y abnegación para saber acoger en los más débiles a Cristo mismo. «En este niño que Jesús abraza están representados todos los niños del mundo, y también todos los hombres necesitados, desvalidos, pobres, enfermos, en los cuales nada brillante y destacado hay que admirar»3.

II. El Señor, en este pasaje del Evangelio, quiere enseñar principalmente a los Doce cómo han de gobernar la Iglesia. Les indica que ejercer la autoridad es servir. La palabra autoridad procede del vocablo latino auctor, es decir, autor, promotor o fuente de algo4. Sugiere la función del que vela por los intereses y el desarrollo de un grupo o una sociedad. Gobierno y obediencia no son acciones contrapuestas: en la Iglesia nacen del mismo amor a Cristo. Se manda por amor a Cristo y se obedece por amor a Cristo.

La autoridad es necesaria en toda sociedad, y en la Iglesia ha sido querida directamente por el Señor. Cuando en una sociedad no se ejerce, o se manda indebidamente, se hace un daño a sus miembros, que puede ser grave, sobre todo si el fin de esa corporación o grupo social es esencial para los individuos que la componen. «Se esconde una gran comodidad –y a veces una gran falta de responsabilidad– en quienes, constituidos en autoridad, huyen del dolor de corregir, con la excusa de evitar el sufrimiento a otros.

»Se ahorran quizá disgustos en esta vida..., pero ponen en juego la felicidad eterna –suya y de los otros– por sus omisiones, que son verdaderos pecados»5.

En la Iglesia, la autoridad se ha de ejercer como lo hizo Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir: non veni ministrari sed ministrare6. Su servicio a la humanidad va encaminado a la salvación, pues vino a dar su vida en redención de muchos7, de todos. Poco antes de estas palabras, y ante una situación semejante a la que se lee en el Evangelio de la Misa de hoy, el Señor había manifestado a los Doce: Sabéis que los jefes de las naciones las tratan despóticamente y los grandes abusan de su autoridad. No ha de ser así entre vosotros; antes bien, quien quisiere entre vosotros llegar a ser grande, sea vuestro servidor; y quien quisiere entre vosotros ser primero, sea vuestro esclavo8. Los Apóstoles fueron entendiendo poco a poco estas enseñanzas del Maestro, y las comprenderían en toda su plenitud después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. San Pedro escribirá años más tarde9 a los presbíteros que debían apacentar el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo. Y San Pablo afirmará que, no estando sometido a nadie, se hace siervo de todos para ganarlos a todos10. Cuanto más «arriba» se esté en la jerarquía eclesiástica, más obligación hay de servir. Una profunda conciencia de esta verdad se refleja en el título adoptado desde antiguo por los Papas: Servus servorum Dei, el siervo de los siervos de Dios11.

Los buenos pastores en la Iglesia han de saber «armonizar perfectamente la entereza que en el seno de la familia descubrimos en el padre con la amorosa intuición de la madre, que trata a sus hijos desiguales de desigual manera»12.

Nosotros hemos de pedir que no falten nunca buenos pastores en la Iglesia que sepan servir a todos con abnegación y especialmente a los más necesitados de ayuda. Nuestra oración diaria por el Romano Pontífice, por los obispos, por quienes de alguna manera han sido constituidos en autoridad, por los sacerdotes y por aquellos que el Señor ha querido que nos ayuden en el camino de la santidad, subirá hasta el Señor y le será especialmente agradable.

III. Se sirve al ejercer la autoridad, como sirvió Cristo; y se sirve obedeciendo, como el Señor, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz13. Y para obedecer hemos de entender que la autoridad es un bien, un bien muy grande, sin el cual no sería posible la Iglesia, tal como Cristo la fundó.

Cualquier comunidad que quiere subsistir tiende naturalmente a buscar alguien que la dirija, sin lo cual pronto dejaría de existir. «La vida ordinaria ofrece un sinfín de ejemplos de esta tendencia del espíritu comunitario a buscar la autoridad: desde clubes, sindicatos laborales o asociaciones profesionales (...). En una verdadera comunidad –cuyos componentes están unidos por fines e ideales comunes–, la autoridad no es objeto de temor, sino de respeto y de acatamiento, por parte de quienes están bajo ella. La conciencia individual, en una persona normalmente constituida, no tiene propensión natural a desconfiar de la autoridad o rebelarse contra ella; su disposición es más bien de aceptarla, de recurrir a ella, de apoyarla»14. En la Iglesia, el sentido sobrenatural –la vida de fe– nos hace ver en sus mandatos y consejos al mismo Cristo, que sale a nuestro encuentro en esas indicaciones.

Para obedecer hemos de ser humildes, pues en cada uno de nosotros existe un principio disgregador, fruto amargo del amor propio, herencia del pecado original, que en ocasiones puede tratar de encontrar cualquier excusa para no someter gustosamente la voluntad ante un mandato de quien Dios ha puesto para conducirnos a Él. «Hoy, cuando el ambiente está lleno de desobediencia, de murmuración, de trapisonda, de enredo, hemos de amar más que nunca la obediencia, la sinceridad, la lealtad, la sencillez: y todo, con sentido sobrenatural, que nos hará más humanos»15. Para que la virtud de la obediencia tenga esas características, acudimos al término de esta meditación al amparo de Nuestra Madre Santa María, que quiso ser Ancilla Domini, la Sierva del Señor16. Ella nos enseñará que servir –tanto al ejercer la autoridad como al obedecer– es reinar17.

1 Sab 2, 17-20. — 2 Mc 9, 29-36. — 3 Sagrada Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota a Mc 9, 36-37. - 4 Cfr. J. Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispano, Gredos. Madrid 1987, vol. I, voz Autor. — 5 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 577. — 6 Mt 20, 28. — 7 Ibídem.— 8 Mt 20, 24-27. — 9 Cfr. 1 Pdr 5, 1-3. — 10 Cfr. 1 Cor 9, 19 ss.; 2 Cor 4, 5, — 11 Cfr. C. Burke, Autoridad y libertad en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988, p. 179. — 12 A. del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, 5ª ed. Madrid 1979, p. 35. — 13 Flp 2, 8. — 14 C. Burke, o. c., pp. 183-184. — 15 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 530.— 16 Lc

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