«Una voz grita: en el desierto preparad el camino del Señor, en la estepa haced una calzada recta para nuestro Dios » (Is. 40,1).
Este es el centro en torno al cual “gira” toda la liturgia del segundo domingo del tiempo de Adviento. El Señor pide a todos una auuténtica apertura del corazón, para acoger su venida. El corazón, que a menudo anda por “caminos desviados” (cfr. Is. 40, 4-5) revive gracias a dos factores fundamentales: el impacto con la realidad y el encuentro con una Presencia. Ambos se encuentran en la raíz de la vigilancia que debe caracterizar al hombre, y que se nos pide especialmente en el tiempo del Adviento.
El modelo supremo de discípulo de Cristo, ejemplo para ser siempre imitado, es sin duda, en sintonía con los Padres de la Iglesia, la Madre de Dios. María, la más sublime y alta criatura, que supo “aplanar” y “abajar” toda su existencia delante del Señor, marchando por el camino que Él le indicaba: el camino de la humildad. Mirando a la Santísima Virgen, cada uno es llamado a revestirse con la humildad: la veradera senda que “revelará la gloria del Señor”, dándole a todos la posibilidad de gritar, exultando en su alma y con la fidelidad de su vida: “¡He aquí que viene el Señor!”.
La Iglesia, de la cual María es imagen, ofrece a sus hijos y a cada hombre este tiempo de gracia, con el fin de que “todos tengan la oportunidad de arrepentirse”, de reconocer las necesidades fundamentales del propio corazón y, de este modo, “abrirlo” a la única posibilidad real de una respuesta plena: Cristo el Señor, que llega.
En verdad, que “todos tengan la oportunidad de arrepentirse” es también una fuerte llamada a la conversión, a cortar –dolorosamente, pero sólo así será fecundo el corte- con el pecado, pero en la perspectiva de una respuesta a un regalo más grande, de un sí a un encuentro que revela un modo nuevo de vivir: más verdadero, más justo, más humano y que nos hace más felices.
El apóstol Pedro nos invita, en este sentido, a buscar vivir una nueva y auténtica conducta, que pueda conducir a la plena santidad, para ser encontrados “sin mancha e irreprensibles delante de Dios” (cfr. 2Pt. 3, 8-14).
La venida de Jesús, como recuerda el evangelio de hoy, pide, también históricamente, un tiempo de preparación, anunciado por Juan el Bautista por medio de “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”, en espera del adviento definitivo del Señor, que siempre se renueva en el bautismo “en el Espíritu Santo”.
El modo más auténtico, más sencillo, más inmediato y, en el fondo, más humano para “preparar la venida del Señor”, es comenzar a recorrerlo: ponerse en marcha, aunque sea con pasos tímidos e inseguros, hacia Aquel que con todo su Ser, misericordioso y amante, viene gratuitamente al encuentro del hombre. Y teniendo siempre, como insuperable modelo, el “paso presuroso” de la Santísima Virgen que va al encuentro de su prima Isabel.
Hugo de San Víctor afirma: «¡Oh grandeza del Amor, por medio del cual amamos a Dios, lo elegimos, nos dirigimos hacia Él, lo alcanzamos, lo poseemos! (...) Me doy cuenta de que eres la vía maestra, la cual acoge, dirige y conduce a la meta; eres el camino del hombre hacia Dios y el camino de Dios hacia la humanidad. ¡Oh dichosa vía!” (...) Tú conduces Dios a los hombres; Tú diriges los hombres a Dios” (Hugo de San Víctor, Alabanza del divino amor, p. 280).
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